Hoy traigo a Opticks una historia real, Perder la piel, contada por su
protagonista, Marta Allué, Es una
historia de sufrimiento y lucha por la supervivencia sin nada de
sentimentalismo ni deseos por parte de la autora, al menos eso me parece a mí,
de suscitar sentimientos compasivos.
El título del libro, Perder la piel,
no se eligió en sentido figurado. Marta
Allué perdió realmente la piel, junto con los dedos de una mano, el meñique
de la otra y la visión de un ojo, en el incendio que se declaró dentro de la
autocaravana en la que viajaba con su marido y sus dos hijos el 9 de julio de
1991. El incendio afectó sobre todo a Marta; tanto, que un ochenta por cien de
su cuerpo resultó dañado por las quemaduras.
Durante cinco años la vida de Marta
Allué transcurrió entre hospitales: La Paz, el Joan XXII de Tarragona, el
de Bellvitge y el universitario en la ciudad de Galveston (Texas). Los tres
primeros meses de esos cinco años los pasó en la UCI. Los restantes, hasta
completar doce y volver temporalmente a casa, llevando consigo sus múltiples y
variadas limitaciones, estuvieron presididos por el dolor intenso que le
suponían las curas, los baños, las operaciones y los distintos tratamientos a
los que fue sometida para que su maltrecho cuerpo recuperase algo del aspecto y
la movilidad que tenía antes del accidente.
Fue en 1996 cuando Marta Allué,
como terapia para exorcizar al fantasma que le acompañaba desde aquel fatídico
9 de julio, decidió construir una historia con todo lo vivido.
El libro se convierte así en un tratado médico escrito desde el punto de
vista del paciente. Su autora no escatima los detalles, incluso, los técnicos;
pese a que, considerándose una persona exigente, confiesa que son pocos los
médicos, enfermeras o auxiliares a los que les agrada explicar al enfermo qué
es lo que están haciéndole y por qué.
A la par que exigente, Marta Allué también
se considera una persona crítica y reivindicativa. Eso conduce a que exponga
con total claridad sus opiniones respecto a todo aquello que, en relación con
la sanidad, no le pareció correcto o adecuado, desde los alimentos hasta el
trato. De igual modo, tampoco se retrae a la hora de elogiar a los muchos
profesionales que actuaron de manera eficaz, respetuosa y humana; con especial
cariño se refiere a los fisioterapeutas y a los terapeutas ocupacionales.
Junto a la exhaustiva enumeración de detalles médicos referidos a las
personas que han sufrido lesiones por quemaduras o accidentes extremos, que
juzgo muy interesantes para esos enfermos, sus familiares y el personal médico que
los atiende, está la historia personal de
Marta Allué: carácter, familia, trabajo, aficiones y manera de entender la
vida.
Esta segunda parte, ligada por completo a la primera, la empezamos a
descubrir cuando explica que desde la
adolescencia tuvo la sensación de que una especie de estigma asociado al dolor
y al sufrimiento le acechaba. Un dolor y un sufrimiento padecido por otros,
ya que su padre quedó parapléjico tras un accidente y su madre soportó diez
años un cáncer de útero del que al final murió.
El sufrimiento de sus padres provocó en Marta un sentimiento de culpabilidad al ser la espectadora y no la víctima.
Pero tal vez el hecho de tener que ocuparse tantos años de ellos, hizo aumentar
su fortaleza interior y hasta física. Lo que ayudó a que no se rindiera cuando
el incendio la convirtió en víctima.
Junto a esa fortaleza, está su propio carácter que comprobamos mientras nos
habla de sus aficiones, de su trabajo, de sus alumnos. Es una mujer que ama la
vida y disfruta con todo lo que la vida ofrece: desde los bombones que traen
las visitas, el concierto de Bruce Springsteen al que asiste en silla de
ruedas, la paraolimpiada del 92, los distintos disfraces de que se vale para
ocultar su aspecto y hasta los viajes turísticos que realiza junto con su
marido al trasladarse a Texas.
La atención dispensada a sus padres, el carácter, los amigos y la familia: esposo,
hijos, suegros, hermanos…, se organizan para apoyarla en todo. Su marido,
psiquiatra de profesión, cambia de ciudad y lugar de trabajo para estar a su
lado. Sus suegros y hermanos se ocupan de los niños y de cualquier detalle que
contribuya a su bienestar. Sus hijos, de seis y tres años, aceptan poco a poco
los cambios que va experimentando y la llaman cariñosamente tostadini. Sus compañeros y alumnos del
instituto le escriben multitud de cartas que guarda agradecida. Sus amigos la
visitan y animan.
Alrededor de Marta se despliega una red tan inmensa de afectos, que la impresión
que queda en el lector al terminar de leer este valiente libro testimonio es
que, a pesar de las muchas secuelas que conserva, del dolor que ha pasado y del
que aún le quede por pasar, la historia que relata Marta Allué en Perder la piel está llena de amor, de generosidad y de alegría.